Despertar a las 5.30 ya se había hecho rutina. Buscar las ojotas y cruzar al bañito que había hecho con sus manos, y con ladrillos/cemento/arena/chapa que fue juntando por ahí, lo esperaba para hacer lo que tenía que hacer antes de prender la hornalla de esa cocinita que quedo en la casa de la prima que fue a probar suerte a la Capifé y que se encargo de traer a la suya sin hacer demasiada bulla. El agua ya a punto de romper el hervor, porque le gustaba el mate caliente, porque Juan se la banca, y porque le gusta el mate amargo lavado, con azúcar, porque si. Así comienza un día en la vida de Juan. Volver, pasar por la piecita donde están los chicos, durmiendo, y ver si la frazada esta en el lugar correcto, una hora antes que los chicos se despierten y vayan para la escuela. Y un beso cortito, porque en su cabeza no es muy de hombres andar demostrando cariño, y cosas así.
La bicicleta esta lista, siempre esta lista. Son las 6, o casi, y sale a ganarse el pan. O a que un patrón se gane el pan y algo más. Pero es feliz cuando va en bicicleta. Tararea canciones, cumbias, o alguna de esas baladas latinas que escucha su compañera, en la radito que esta sobre el bahiut, herencia de herencia de herencia, de alguien que en el pasado lo recibió por algún trabajito. Todos changarines. Abuelos, padre, hermanos.
Juan le da a la bicicleta y cuando pasa la Lavalle ya está pensando si ‘la Laura’ despertó a los chicos, y piensa en que ojala que el matecocido no esté muy caliente, así tengan tiempo de hacer todo, baño, desayuno y beso a la mamá antes de salir para la escuela. Sobre todo el beso a la mamá.
Viene desde lejos. Pero sabe que no queda otra. Bueno, quedan un montón, pero no quedan justo para él, que la ve desde afuera. En la liga que puede jugar, la de los más, es lo que puede hacer. Le da a la bicicleta y ya está llegando a la obra y sabe que los chicos están en la escuela. El más grande esta en séptimo. Juan llego hasta quinto. Y no lo pudo terminar. Aveces le da miedo darle alguna orden. Porque piensa que el changuito es más instruido. Y lo respeta. El respeto es mutuo. Juan y Juan saben que lo que hacen uno y otro es para que las cosas mejoren.
Cuelga la bicicleta, la deja por ahí, sin candado, porque todos los muchachos llegan en bicicleta y no hay chance de quedarse sin ella, y empieza el día. Son las siete y media y el sol empieza a hacerse sentir. Y ahí está. Pensando en cómo va a ser eso del día en que va a ser feliz. Y se acuerda de que lo es. De que la felicidad es estar en paz. Que no hay que invertir más que un poquito de tiempo y de ganas de sonreír, porque la vida va. Y viene. Y no se desespera porque la jornada se termine. Tranquilo, entre mate y esa
botella de tres litros con agua fría, y la comida al mediodía, va llegando el final del día, con la caída del sol, que a esa hora se disfruta entre cumbias y una que otra canción de Los Iracundos, cantada en la cabeza, en estereo.
Pregunta a los chicos sobre la escuela, sobre la tarea, sobre el recreo. Los escucha. Se quemo la luz, tuvo que traer el foco del bañito del fondo, y quedarse sin iluminación ahí, para poder alumbrar, dar luz, a las palabras de sus hijos. Laura no sabe si coser el delantal del mas chico, o si lavarlo primero. No dice nada. En secreto.
Un paisaje en la tele, a la hora de la comida. El guiso recalentado es mucho mas rico. Nadie descubrió la polvora. Es una obviedad. De repente muchas sonrisas. Co-net-ti-cad. Provoca risas. Ojaio. Aidajo. Detroit. Y al final Cincinnati. Un viajecito televisivo. Un trip a Cincinnati. ¿Por qué no?
Ya es tarde. Sobre el cielo bailan estrellitas. Juan antes de dormir sale a pedirle a la que más brilla, que para él es su viejita, que lo ilumine, que se despierte con fuerzas para pedalear la vida. Si vieran como ilumina el cielo. En las mejillas de nadie cae lágrima alguna.
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